lunes, 22 de mayo de 2017

Ética y escuela

Presenciamos en torno a nosotros un inmenso naufragio de la ética política. Si Hércules, para limpiar los establos del rey Augias – que acumularon durante años los excrementos de quinientos doce toros- tuvo que desviar el curso de varios ríos, nosotros, para arrastrar la suciedad sin fondo que hoy nos rodea, tendremos que cambiar nuestros modos de país de pícaros.

Porque quien roba a los ciudadanos no es un pícaro sino un delincuente, y porque esos ríos desnaturalizados por culpa de la corrupción pueden ser- están siendo ya – las instituciones de nuestra democracia.
Creo que todos nos sentimos desorientados. Más que nunca necesitamos señales para distinguir, en todo este caos, a quienes muestren algo de seriedad y tengan palabra. Qué antigua se ha quedado esta expresión, por cierto. Qué insólito es que lo que se promete se cumpla. Y sin embargo no hay lugar para bromas: si la ética no rige el uso que los políticos hagan de nuestra confianza, depositada en ellos a través de los votos, no habrá futuro. Así de claro.
Todo este panorama desolador lo es mucho más cuando se contempla desde la escuela. Si estás en la urbe, porque la suciedad y el abandono te recuerdan constantemente que había que recortar en limpieza y asfalto para llevárselo más crudo; si estás en el pueblo, porque los campos se malvendieron y tal vez lo que divisas ahora desde el patio del cole es el inmenso fantasma de un aeropuerto.
Si te apartas de la ventana de clase y miras hacia adentro, notas la ausencia del profesor enfermo cuya baja no se ha cubierto; ves la puerta cerrada del aula de compensatoria; los carteles bilingües de lo que fue en tiempos el aula de enlace. Por supuesto, los alumnos a quienes estaban destinados esos apoyos, siguen ahí, más perdidos. Los políticos robaban, claro, por eso no hubo dinero para ampliar la red de banda ancha, para pagar el verano de los profesores interinos, para otorgar licencias por estudios, para extender las pizarras digitales, para renovar el mobiliario escolar…
Robaban como fieras, compulsivamente, mientras nosotros dábamos clase de ética y ciudadanía. Pero seguíamos allí, impertérritos, explicando a los alumnos qué son el honor y la justicia, porque la escuela es el lugar natural para aprender lo relacional y social, y por tanto la ética ciudadana y democrática. Los chicos entendían los conceptos y hasta se aventuraban a ponerlos en práctica, el truco era no buscar ningún modelo de conducta que pudiera salir en el telediario.
La corrupción duele más desde la escuela porque ella es el santuario de la ética. Y duele en los claustros, tan castigados por los recortes, porque los guardianes del santuario somos, qué cosas, los humildes profesores y maestros.
La dignidad de la docencia estriba sobre todo en su condición de profesión esencialmente ética. Hay facetas vitales en las que podemos dedicarnos a acompañar el verbo ser con sustantivos. En ellas, todo brota desde ese fundamento: soy madre, soy joven… Sin embargo, en el ámbito profesional es frecuente conjugar el verbo ser con adjetivos: soy puntual, soy competente… Pues bien, la docencia es sustantiva. Se es maestro. Ineludiblemente. Dentro y fuera del aula.
Siempre me ha gustado observar las particularidades de nuestra ética profesional. Por ejemplo, tengo la certeza de que un profesor que esté esperando a que el semáforo se ponga en verde y vea a un niño en la acera de enfrente esperando también, no cruzará la calzada en rojo aunque no vengan coches. ¿Es irrelevante? No; es la asunción completa de un requisito profesional y personal: la ejemplaridad.
Mientras dura su camino común, cada profesor es un referente ético para cada alumno; por su parte todos los alumnos son apelaciones a la excelencia moral para el maestro. La tarea docente transmite el mundo para que pueda ser mejorado por la generación siguiente, que a su vez habrá de transmitirlo. Y ese avance, durante el cual las generaciones se suman, es profundamente, dignamente humano. Quienes desempeñan la docencia deben conocer y aceptar su dimensión ética, una de las más exigentes de todas, en una profesión que, paradójicamente, carece de código deontológico.
Cuando todo naufraga, la escuela como paradigma de la personificación sigue a flote, por eso clamamos por la presencia política y social de la ética. O nos robarán el futuro.
Carmen Guaita

domingo, 14 de mayo de 2017

Desaprender



El perfil profesional de los docentes está cambiando vertiginosamente. Como hemos dicho otras veces, todo el mundo sabe para qué sirve la Wikipedia pero, ¿para qué sirve un profesor?


He recomendado muchas veces el libro “Momentos estelares de la humanidad”, del gran Stefan Zweig. Es un breve ensayo histórico en el que Zweig, con su maestría y sensibilidad, narra sucesos históricos pero fijándose únicamente en los pequeños detalles. De todos los “momentos” que contiene el libro, mi favorito es el que narra la historia de Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Pacífico. Cuenta Zweig que Balboa y sus compañeros, después de haber abandonado sus carabelas en el Atlántico y atravesar el istmo de Centroamérica entre enormes penalidades, se encontraron frente a un mar nuevo e incógnito. Y entonces se sumergieron en sus aguas y las bebieron, para averiguar si tenían el mismo sabor salado del océano que habían dejado atrás. He utilizado muchas veces esta historia porque me parece la metáfora ideal para definir el tiempo en el cual nos encontramos los profesores. Estamos situados ante un nuevo paradigma educativo, pero el espejo nos devuelve una imagen borrosa porque los cambios tecnológicos y sociales parecen diluir nuestra identidad. El perfil profesional de los docentes está cambiando vertiginosamente. Como hemos dicho otras veces, todo el mundo sabe para qué sirve la Wikipedia pero, ¿para qué sirve un profesor?

La revolución educativa en la que hemos entrado de pleno nos trae un nuevo perfil profesional, una nueva identidad. La dicotomía entre información y conocimiento; la tensión entre autonomía necesaria y burocratización obligatoria; la distancia entre los absolutos - conocimiento y valores- con los que trabajamos en la escuela, y los relativos en que se mueve la sociedad; en resumen, el nuevo paradigma educativo está modificando de manera imparable el “hacia afuera” de la profesión docente. Pero no debemos asustarnos por la importancia de estos cambios. Los profesores no somos  árboles. Podemos movernos.

Algunos gráficos nos muestran el panorama que encontramos al entrar en clase mejor que nuestra propia observación. Por ejemplo, se nos demuestra que, en el método tradicional de profesor que habla ante alumno que escucha, la mitad de la clase está desconectada, ya sea activamente- es decir, enredando- o pasivamente: poniendo cara de póker y mirando de reojo el reloj. En la otra mitad, hay un 10% que escucha y aprende, un 10% que ya se lo sabe y se está aburriendo soberanamente- los alumnos de alta capacidad que casi siempre abandonamos-, un 10% que empieza con ganas y luego se pierde, y un 20% que quiere pero no puede seguirnos el ritmo. Y si esto es verdad, ¿cuánto tiempo vamos a seguir trabajando así? ¿Cuándo vamos a darnos cuenta de que el mundo de nuestros alumnos ha cambiado completamente?

Es imprescindible comprender que innovar es cambiar algo, no todo.Innovar es recuperar la motivación; dividir el trabajo; poner metas al curso, no al día; ir de lo fácil a lo difícil; divertirse en clase; comprender que hoy la unidad mínima de acción educativa es el centro en su totalidad. Pero para innovar hay que desaprender.  Este “desaprendizaje” es, seguramente, el mayor reto de innovación al que nos enfrentamos los profesores, y no tiene nada que ver con reciclarse o manejar bien las herramientas tecnológicas.


Desaprender es: dar más importancia al proceso que al resultado; sentirse miembro integrado de un centro; abrir la puerta del aula al entorno social y, sobre todo, a los otros miembros del claustro; no enseñar aquello que el alumno puede aprender por sí sólo; asumir que el alumno puede aprender tanto fuera como dentro del aula, de sí mismos y de sus compañeros; asumir que el alumno también puede enseñarnos algo a nosotros, los ex de la tarima; comprender que lo que se aprende en la clase debe tener sentido fuera de la clase; cambiar el Yo hablo y tú callas por el diálogo; transmitir la idea de que el error es una oportunidad de aprendizaje; potenciar la reflexión y el espíritu crítico; hacer alguna “locura” en equipo: un taller de teatro, una orquesta, un taller de videojuegos, un programa de radio…; atreverse a ser un profesor genial; comprender que todos somos tutores, de los alumnos y de nuestros propios compañeros de claustro, porque tutor es la persona que tiene la responsabilidad de velar por otros.

Y en medio de este cambio, es importante también recordar nuestras certezas porque el nuevo paradigma educativo conserva intacto el “hacia adentro” de nuestra profesión: la comunicación interpersonal, la esencialidad que nos hace únicos; y la trascendencia, es decir, la influencia biográfica sobre otras personas. Y por supuesto se mantienen inamovibles, por mucho vendaval de cambio que sople, nuestros requisitos personales para ejercer la profesión docente: la vocación, la aptitud y la exigencia ética.

Es tranquilizador pensar que el mar que probaron Vasco Núñez de Balboa y sus compañeros era salado, evidentemente. Por eso me animo a recordar cada mañana, antes de abrir la puerta de una clase a primera hora, que la docencia- mi elección profesional- es y seguirá siendo una manera salada y profunda de vivir.

Carmen Guaita